Hoy pertenecemos al “homo technologicus”, un ser altamente conectado que va dejando su huella digital a cada click que hace. Con apenas unos segundos para ver todo aquello que nos es publicitado desde nuestras pantallas, o desde formatos más tradicionales como el papel o los anuncios que inundan nuestras calles y espacios públicos.
Nos muestran los productos disponibles o que en breve serán lanzados. Nos hacen saber que hay novedades, que hay algo mejor, más nuevo. Miles de flashes a lo largo del día para que acumulemos de forma contínua y a veces impulsiva. Todo para que seamos felices, para alcanzar nuestro máximo nivel de satisfacción. ¿De verdad? ¿Eso nos hace feliz? ¿O nos han hecho creer que esa es la única forma de alcanzarla? Y sobre todo ¿Qué es la felicidad?
Bien es cierto que hemos evolucionado con la necesidad de acumular recursos, para poderlos tener en caso de necesidad, escasez o circunstancia adversa. Es nuestra forma de garantizar la supervivencia propia y de la prole; es el mecanismo de la naturaleza para la continuidad de nuestros genes. Pero a día de hoy la escasez no es precisamente una situación acuciante. No es algo que nos haga perecer. Sin embargo ese deseo impreso en lo mas hondo de nuestra existencia, sigue incólume.
Las grandes industrias son conscientes de este filón, y con todos sus mecanismos lo avivan, lo explotan. Lo unen a emociones, las más básicas que poseemos: hambre, sed, miedo al rechazo, miedo a no tener nada… Y con ello caemos en su trampa sin dudarlo. En un círculo consumista sin fin. Es difícil no entrar a correr cual ratoncillo en la rueda. Porque si no tienes lo último, ya no estás en la honda, tu estatus desciende. Nos han taladrado en el cerebro el mirarnos con condescendencia entre nosotros si uno no posee el último móvil de la marca X, o no se ha comprado el estilo de ropa Y que han dicho que se lleva esta temporada. Y no mencionemos a los que nos resistimos a no tener redes sociales, las preguntas no se hacen esperar: ¿Y cómo te comunicas? ¿Cómo haces para quedar con la gente? ¡Ay, pobrecilo!
Son éstas circunstancias las que nos debería hacernos parar en seco, mirar a nuestro al rededor, analizar nuestro entorno y comenzar a hacernos preguntas.
La primera debe ser ¿Qué es la felicidad? Pero no de manera genérica, sino de forma individual ¿Qué significa para cada uno de nosotros? Hay que analizar y redefinir la felicidad, ese concepto tan abstracto, de manera personal.
La segunda cuestión ha de ser sobre lo que poseemos. ¿Cuántas cosas son? ¿Necesitamos cada una de ellas? ¿Han sido obtenidas por impulso? Quizá sobren bastantes. Éste pensamiento ha de llevarnos no sólo a dilucidar necesidades de caprichos, sino a cuestionarnos cuánto tiempo de nuestra preciada vida hemos gastado en obtener el dinero para comprar esos bienes, y en qué condiciones (seamos sinceros, la situación laboral no es magnífica).
La tercera incógnita que debemos desvelar es ¿Cuánto tiempo hace feliz el objeto? ¿Merece la pena la lucha por apenas un instante? ¿Y qué nos define como miembros de la sociedad? ¿Es acaso lo que compramos y poco después desechamos?
Como seres humanos con capacidad de raciocinio, más allá del homo technologicus, deberíamos de empezar a tomar conciencia no sólo de nuestro al rededor, sino de nosotros mismos. ¿Qué somos? ¿Qué es lo que realmente necesitamos? ¿Cuál es el modus vivendi que deseamos? Y sobretodo ¿Qué referentes dejamos a las siguientes generaciones?
Simplemente hay que preguntarse.