Carcel de arena fina que llueve sobre un suelo encerrado, un suelo que también es techo, un techo irrompible, intangible, que hace llorar a jóvenes y viejos por igual.
Aquel tipo oriundo de Andernach, que gozaba de la bebida de los guerreros, de los locos, de los sin esperanza, y sobre todo de los segundos y los últimos, ese mismo que en sus textos aconsejaba a su manera, ese que nació en el octavo mes, así como un servidor cuyo nombre quizás sea olvidado.
¿Octavo mes dije?, ¿qué significa el número ocho en una infinidad?, más aún si en una no significa nada más que un punto, en dos de estas masas de incontabilidad que se fusionan, ¿qué es cualquier cosa, sino un punto?, ¿yo?, un punto, aunque móvil, pero un punto a fin de cuentas.
En esta noche, madrugada temprana, mañana no concebida, o, de no ser esta, en cualquier otra, nada cambia, sino el tiempo, gotas de nada que contadas con vehemencia por cualquiera resuenan con el inaudible clamor de su inalterable lema de seis letras y un espacio intermediando a éstas, tic toc, tic, toc.
Una carrera contra la sombra de algo que no está ahí, la sombra de la mismísima nada, algo ilusorio, verdaderos demonios para algunos, ángeles de filípicas guías santas para otros, mas intrascendencia hecha cadenas de aire para mis ebrios sentidos, adornando paredes y personas, grilletes que deseamos colocarnos para martirizar nos dulcemente al oír el clamor que emiten.
¿Quién disfruta de una prisión?, es una cuestión sumamente sencilla, quien no sabe que es prisionero, nuestros hogares son prisiones de las que salimos cuando queremos, las prisiones normales son inescapables por norma y convenio, pero el tiempo, es la mayor prisión que existe, no llegar a tal o cual evento del día, deseando que el tiempo sea menos tirano.
Si las agujas del reloj fueran agujas realmente, lograrían cocer mas tiempo, pero no lo son, son tijeras, cuchillas sin filo separando lo inseparable, dividiendo lo indivisible.