Cuando era niña deseaba con todas mis ganas ser astronauta. Pero nunca tuve sueños ingenuos, planeaba estudiar física, especializarme, viajar a Estados Unidos y entrar en la NASA. Todo eso a los ocho años. Si hubiera deseado ser sólo médica o profesora tal vez me habría sobreexigido menos y el estrés no hubiese hecho escombros en mi sistema nervioso.
Cuando era adolescente pensaba cambiar al mundo, y nunca fui del todo ingenua para pensar que eso es algo imposible o improbable. Siempre busqué formas, realicé campañas e incentivé a los demás motivándolos a realizar un cambio y con ello cambiar al mundo. Si tan sólo hubiera sido menos ambiciosa, de ese modo no habría sufrido acoso de parte de mis compañeros y no tendría ansiedad social, como la tuve.
Cuando crecí un poco más me di cuenta de que para soñar hay que desear, hay que trabajar y hay que concretarlo. Pero traía una mochila muy pesada con tantos fracasos y desventuras en mi haber. Finalmente luego de tanto darle vueltas al asunto decidí presentar mi libro en la editorial por la convocatoria. La convocatoria cerraba ese día, por lo tanto llevaba prisa. Y si tan sólo hubiera salido antes de mi casa, o si me hubiese detenido a atar mis cordones o por un semáforo en rojo o en verde o si tan sólo me hubiera distraído con algo extraño en el cielo tal vez así habría visto el colectivo antes de atropellarme. Si tan sólo lo hubiera visto. Tal vez así, habría publicado está historia.
La desconexión de la emoción