Tres años y medio, días altos y bajos, problemas fuertes y tontos, sueños grandes y cercanos, metas claras y seguras; pero aquello que más me temía llegó de repente. No lo temía porque el camino era seguro, era firme y era sólido pero aún así, llegó sin avisar, sin ponerme a prueba, sin poder armarme de valor ni enriquecerme de argumentos para aceptarlo.
Cada hora que pasa es un recuerdo de lo efímero que puede ser el amor. Cada segundo de ausencia es una forma de aumentar el dolor. Cada día que pasa me pregunto si el fin justifica los medios. Cada lágrima contiene dolor pero aún así una fuerte esperanza de querer que todo sea un mal sueño, que sea una cuestión momentánea y aún así creer que el amor es más fuerte, que el amor es resistente a los años y a los daños.
No hay quien no me diga que lo contrario a lo que siento, es lo que debo sentir y aceptar; no hay quien me no diga que no merezco esto. No hay quien no me diga que debo ser fuerte y seguir mi camino. Pero a caso, ¿es tan sencillo olvidar un amor de 1217 días como si nada hubiera pasado? Como si amar fuera ese algo que podemos desechar de la noche a la mañana, como la ropa del día anterior.
Ahora solo puedo citar una cosa:
“Bendito sea el que olvida porque a el le pertenece el paraíso”