Los humanos somos una especie invasiva, pero como cualquier otra. Siempre que haya condiciones óptimas, cualquier ser vivo colonizará el terreno hasta agotar recursos. La única diferencia con el resto de habitantes de nuestro planeta, es la forma que empleamos para ello. Nosotros hemos sido capaces de evolucionar para modificar nuestro entorno, y seguir produciendo recursos más allá de lo que la natura proporciona. Pero lo estamos haciendo hasta el límite de destrozar todo cuanto nos rodea.
Todo ésto es debido al sistema económico que nos envuelve; el capitalismo. Sistema que siempre despierta detractores y defensores. Teniendo cada uno su punto de verdad y su gran fallo.
Hasta principios del siglo XX, el sistema preexistente evolucionó desde un simple intercambio de objetos considerados de igual valor, a la invención de la moneda y culminando con papeles con un valor anotado. Los objetos que se producían eran artesanales, caros, escasos. Estas condiciones hacían proclive que la vida fuera dura. La economía era escasa, la educación inexistente, la salubridad no estaba presente.
Sí, sobrevivimos, fuimos adaptándonos a nuestro entorno, lo modificamos someramente. Pero a pesar de esta corta esperanza de vida y nulo bienestar de la misma, lo que acababa con nosotros eran los microorganismos. El aire era puro, la tierra daba alimentos nutritivos. Todos vivíamos, más o menos, en iguales condiciones. La vida era natural y no había basura. Y la epidemia de infelicidad no existía.
A finales del siglo XIX, con el inicio de la revolución industrial, comenzó a gestarse el capitalismo actual. Iniciándose la producción en masa, y para ello había que educar y mejorar las condiciones de vida del pueblo. La ciencia empezó el gran despegue de la investigación. Poco a poco los menores de cinco años dejaron de morir de enfermedades tratables. A las casas llegaron los electrodomésticos, la producción de alimentos creció de forma exponencial. En definitiva, nuestra calidad de vida mejoró hasta lo que disfrutamos ahora. Estamos cómodos, informados ( o desinformados), alimentados (o no). Pero estamos pagando y haremos pagar a las generaciones venideras un precio muy alto. La contaminación nos asfixia, el agua ya no es pura. El suelo ya no da comida nutritiva. El clima, la naturaleza está descontrolada.
¿Y qué podemos hacer? ¿Podemos revertir esta locura o hemos llegado al punto de no retorno?
Para manejar algo mejor esta caótica situación, se han propuesto desde distintos puntos, medidas, concepciones y doctrinas varias.
La concepción “Cradle to cradle” o de la cuna a la cuna, propuso reinventar los materiales con los que fabricamos los objetos de uso cotidiano. Que los mismos sean no contaminantes, biodegradables, que imiten el ciclo de la naturaleza en el que nada es basura, sino restos aprovechables por otro ser vivo.
La medida “zero-waste” aboga por evitar al máximo el uso de plásticos y derivados, y otros materiales de uso común para no generar basura. Ya que ésta le enterramos en vertederos, la quemamos en incineradoras o lo enviamos a otros países que nunca lo produjeron pero se tienen que quedar con ello.
La doctrina de la economía circular, intenta implementar medidas de reutilización de los objetos. Un primer uso, con el que fue diseñado y cuando ha dejado de servir para ello, convertirlo en otro objeto con una nueva utilidad, alargando así el tiempo de uso del mismo y evitando la extracción de nuevas materias primas.
Son ideas válidas pero, ¿Atajan realmente el problema tan acuciante que sufrimos? ¿La industria estará de acuerdo? ¿Se parará la economía con éstas y otras medidas similares? ¿Qué pasaría si dejáramos de consumir tan desaforadamente? ¿Volveríamos a una era anterior a la revolución industrial, y nuestras vidas volverían a ser miserables? ¿Estamos dispuestos a renunciar a la comodidad y egocentrismo, para reestablecer las condiciones óptimas del planeta que nos contiene?