Aceptar derrotas nunca es fácil. Las derrotas, al menos que se trate de un deporte, no son evidentes. Una discusión, por ejemplo, se eleva con ajetreo hasta que decae y se estanca, entonces los que discutían se miran a los ojos sin saber qué hacer, cada uno con la idea de la victoria entre los ojos. Cuando se trata de un país, de democracia, de sumisión, es más difícil medir el resultado. No parecen existir barómetros para eso, aunque el desasosiego puede que sea la clave.
Entro a la estación del metro desde una calle soñolienta, todas las calles parecen sumidas en el sueño de una tarde que se estira. Se venden cigarros por unidad, para calmar un ansía rápida sin pensar en la caja que cada vez está más cara. Hablan dos señores mayores, insisten con fervor en que están a la espera de que, en sus palabras “esto caiga”, asienten las personas que están cerca de ellos, se les ilumina la cara con un dejo de esperanza triste, como la de las despedidas en los aeropuertos. Es imposible no escuchar lo que la gente habla en un vagón apretado, respiro el aire de los demás junto con sus palabras. Uno de ellos, con la cara arrugada, replica: “Esto no hay quién lo aguante, mi edificio ha quedado sólo, ya no tengo ni con quién hablar”. Yo paso la mayor parte de mí tiempo en silencio, pero me cuesta pensar en el silencio infligido por la soledad circundante. “Sólo quiero ver que esto termine” dice el hombre antes de salir lentamente por la puerta y despedirse del único interlocutor que tendrá en el día.
Algunos le sonríen con gracia, coincidiendo, pero otros mantienen su gesto hierático. Quizás respiran ese aire de derrota que he estado sintiendo o guardan, detrás de sus caras, un plan para vivir aislados del mundo. La realidad es que cada quién se ha inventado su silencio, presionados por la situación imaginan, como lo hago yo, otra realidad. Parece que aquí es necesario tener un silencio propio, hasta los vendedores ambulantes parecen haberse inventado uno, éstos caminan las calles sin hacer el ruido que los caracterizaba. Quedan pocos y ofrecen poco, quizás no necesitan la estrategia de marketing.
Parece que todos callan que es más fácil si no comparten sus penurias y si sus silencios. El silencio parece hablar por todos, todos sufrimos, de diferentes maneras, pero lo hacemos. Quizás ese sea nuestro mayor recurso para saber que no hemos perdido, o de aguantar la derrota. El silencio de la espera que nos ha dejado esta situación puede que sea el único respiro fuera de ella.