Es hora de que me vaya.
Si no fuera por ese enjambre repugnante que constituyen los cimientos de tu alma, ¿cómo matarlos?
si las flores no se marchitaran por donde caminás,
si los pájaros no huyeran donde respirás…
grita desesperado mi reflejo.
Disimulo.
Y luego estoy tendida en la nube negra
y sueño que ella y yo nos fugamos.
Que vivimos por siempre en ese hotel.
Que lo dejamos todo.
Hay una fuente de agua y un ave vuela.
Entonces me veo,
entre las estrellas que resaltan en el oscuro azul de ese cielo perfecto.
Una mujer viene con sus bolsas llenas de ropa y le ha llegado la hora.
Y soy yo, tan humana, imaginando rezos sin receptor
antes de mi imposible muerte.
Frente a mí hay una mesa,
unos papeles, una cortina,
dos birómes, un encendedor, etiquetas arrancadas de ropa nueva.
Me paro a encender la calefacción,
a cerrar la ventana,
a mirar de reojo
el universo brillante y muerto que aún me saluda.
Y una brisa húmeda,
de esas que viven en las flores,
se cuela en la rendija,
se funde por fin con mi pecho
y trae la idea
de cuánto puede haber
allí afuera, en esta noche,
y entonces me da por construir
nuestros pies bailando
en la arena nocturna
de alguna playa.
Nuestras bocas riendo.
Nuestras almas bebiendo
la bruma y toda la orilla,
llenándonos las dos
de las luces de una ciudad
que nunca nos llega.
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