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El Cerezo

Antonieta Dumont Antonieta Dumont Seguir Jul 14, 2019 · 13 mins lectura
El Cerezo
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Era buena cocinera. Especialmente en repostería. Su distintivo eran los pasteles de manzana y cerezas. El secreto estaba en que lo hacía con perfecta sincronización. Primero, despejaba la cocina, y servía las porciones de los ingredientes en sus tazas, en cucharones, montones y medidas. Limpiaba el horno, las bandejas, los utensilios, la mesa y hasta los guantes. No probaba sus mezclas como lo hacía mucha gente, porque le gustaba sorprenderse del resultado. Todo el proceso requería su debido orden, algo premeditado. Era un baile culinario y sus creaciones, el público que la ovacionaba.

Otra propiedad de sus rellenos es que nunca los hacía con menos de dos frutas diferentes. Le parecía un desperdicio usar sólo una teniendo un jardín a su entera disposición, que le ofrecía incontables regalos dulces y jugosos. En él había pasado casi toda su niñez, jugando, escondiéndose, cuidando y aprovechando de sus frutos. Su madre le había enseñado a cosechar cerezas, granadinas, moras, fresas, manzanas, peras, ciruelas, tenía incluso un árbol de mangos enormes, un limonero, naranjas, duraznos y todo lo que un repostero podría llegar a soñar tener.

Su madre había muerto hacía 1 año. Una grave afección pulmonar se había extendido al fin a la sangre, gracias a los cigarrillos que fumó por décadas. Sus intentos de renunciar al vicio habían sido totalmente en vano y rindiéndose un día, postrada en su habitación, había decidido hacer valer el tiempo que le quedaba. Consideraba un desperdicio seguir luchando cuando la enfermedad seguía abriéndose paso cada vez más.

Sucedió mientras dormía. No poseían gran cosa, por cuanto tenían en la casa alcanzaba a duras penas para las dos. Dormían en el mismo cuarto, en una pequeña casa, con su pequeña salita, con su diminuta cocina y su pequeña habitación. Su madre roncaba estruendosamente siempre, un ruido al que estaba acostumbrada y aunque no era un sonido armonioso, era un guía del estado de sueño de su madre durante las noches en las que no lograba conciliar el sueño, y su ronquido se sobreponía al ruido que hacía su estómago y sus desdichados pensamientos.

Aquella madrugada, el ruido fue haciéndose cada vez más bajo y dificultoso. Hasta que cesó por completo. Liz, acostumbrada a oírla roncar de cualquier manera, no se dio cuenta de los leves cambios en el sonido hasta que no hubo ninguno, y se levantó inmediatamente, sobresaltada. Se quedó viéndola alrededor de un minuto, revisando su pecho y atenta a si se movía, y de si éste subía y bajaba, de si estaba viva. A pesar de la oscuridad, le parecía verla, y también supo que había llegado el momento, pero podía encargarse de eso después. Tenía sueño, y no habría ruido que la meciera de nuevo para hacerla dormir. Ya la lloraría al día siguiente, seguiría muerta en la mañana.

El flacuchento gallo del vecino comenzó su estruendosa alarma, a las 5 de la mañana, como de costumbre. Liz se levantó, colocó agua a hervir para su café y se sentó en la mesa a esperar a que rompiera a hervir. Todavía no quería entrar al cuarto. No aún, no mientras pudiera retrasar el momento. Cuando el olor a café impregnó la estancia, y no quedaba más nada pendiente por hacer, fue por fin a su cuarto a repasar la situación. Su madre yacía boca arriba, tal cual le había parecido verla durante la noche, con una pierna flexionada, a modo playero. La agarró en un abrazo y se sorprendió de la pronta rigidez de su cuerpo. Sin embargo, lo hizo lo más sutil que pudo y la cargó fuera del cuarto. Tenía el blusón de dormir mojado en los muslos y era extrañamente liviana. Tenía una fragilidad de recién nacido, y por ello, fue más delicada aún al llevarla afuera, hacia el jardín.

Las lágrimas corrían por su nariz. A pesar de que no les faltaba el sustento diario, bien se podría decir que eran muy pobres y nunca habían tenido lo suficiente para comer apropiadamente, ni qué decir para costear un funeral decente. Antes de ese día, no había reparado en que pasaría si alguna de ellas muriese, pero ahora la respuesta parecía haber estado siempre allí: la enterraría en el jardín.

La colocó al lado de un moribundo cerezo, y empezó a cavar con las manos y uñas. Estuvo trabajando cerca de dos horas, sudando, inmersa en su propia desgracia. Al terminar examinó el resultado y se dijo que era más un hoyo que una fosa, pero era suficiente para que no apestara ni se removiera la tierra con el tiempo. Así pues, la dejó allí, en posición fetal, de espaldas a la casa, pronunció unas cuantas palabras de despedida, y volvió adentro.

Durante las siguientes semanas fue usando lo que quedaba de los frutos que el jardín le daba de la última temporada, iba a la panadería a comprar pan del día anterior y tomaba agua del grifo que tenía que hervir antes. Pronto, las ropas le quedaban holgadas y sus pómulos empezaron a sobresalir cada vez más, ya dejaba de sentir hambre y sólo se sentía eternamente cansada. Cumplido el primer mes, fue a visitar a su madre al jardín. Buscando el cerezo que recordaba tan mustio y deprimente como su despensa. Tardó en darse cuenta que había pasado a su lado sin notarlo. El árbol había crecido esplendorosamente, las cerezas pendían de manera provocativa de las ramas, y el sol parecía brillar sólo para él, como sacado de una revista. Con manos temblorosas y aún incrédula, desprendió una de las cerezas, la frotó contra su pantalón para limpiarla y la acercó a su boca. La mantuvo cerca, oliéndola, impregnándose de ella, y por fin la mordió.

Era jugosa y dulce, y su boca recibió el sabor de golpe goteándose la barbilla. Saboreó cada bocado masticando concienzudamente, mientras veía el resto de las cerezas que guindaban, haciendo el árbol tan tupido como increíble. Corrió a casa a buscar un cesto y casi desnudó al árbol de sus frutos. ¿Qué haría con tantas cerezas? ¿Se las alcanzaría a comer todas? ¿Las vendería? Esto último le pareció lo más razonable, así que vendió la mitad y compró con el dinero harina para hornear, azúcar y otros ingredientes. Y comenzó a preparar la cocina y sus utensilios.

Mientras tarareaba, limpió con parsimonia su cocina, preparó las tazas y bandejas y desocupó su viejo horno de cazuelas y otros trastes, y se echó un delantal encima de su ya gastada ropa. Al cabo de una hora, entre esmeros y mezclas, metió al horno su pastel. Recogió todo lo utilizado para limpiarlo luego, y ansiosa, colocó una silla delante de la cocina, y esperó.

A los 30 minutos, el conocido olor dulzón de sus pasteles comenzó a salir de su cocina. Era inquietante tener que esperar otro rato más, anhelando el momento de probarlo y degustar de nuevo una comida fresca y elaborada. Moría por probarlo. Y, cuando al fin estuvo listo, lo acercó al alféizar de la ventana para que reposara. Más espera, dios mío.

Un vecino que pasaba por allí, que nunca había olido algo tan bien saliendo de aquella cocina, mejor dicho, nunca había olido algo saliendo de esa cocina, se acercó perplejo y le preguntó educadamente dónde había conseguido aquel pastel.

-¡Lo hice yo! el cerezo por fin tiene un buen año. - Dijo Liz, sonrosada de emoción.

El vecino volteó la vista. Efectivamente, el cerezo lucía espléndido. Volvió la cara a Liz y le propuso:

- Si me dejas probar de tu pastel, te pagaré por la porción.

Liz parecía sorprendida. No pensaba poner sus pasteles a la venta. Realmente, lo único que quería hacer era probarlo, pero no había planificado nada más allá de eso. Quizá el cerezo no diera suficiente fruto como para vender pasteles. Pero en contra de su pensamiento, se encontró a sí misma diciendo que sí, mientras regresaba a la cocina y buscaba un cuchillo.

Pronto se regó la voz. La gente corría deseosa hasta su pequeña casucha en busca de aquel pastel que despertaba interés en toda la calle. Se decía que tenía un secreto para que siempre quisieras más, un poco más. Pero Liz sólo comentaba, ruborizándose, que le encantaba hacerlos, y que ése era el secreto.

El cerezo continuó dando frutas regularmente. Una vez arrancadas, las cerezas crecían de nuevo a los pocos días, mientras el resto de los árboles languidecían a su lado. Aunque sus pasteles tenían mucho éxito, prepararlos solamente de cerezas iba en contra de sus gustos y además ya estaba aburriéndose de ellas. Merodeó en su jardín alrededor del resto de los árboles, preguntándose qué hacer. Seguían tan apagados como siempre.

¡Su mamá! Por supuesto, ella había sido la causa de todo. Seguramente su descomposición trajo algo a la tierra que contribuyó a que el árbol creciera. Eso era. ¿Qué hacía entonces?
Liz comenzó a viajar en tren, ofrecía sus pasteles fuera del pueblo y les daba la dirección de su casa. Iba siempre con las manos tan vacías como su cesto, pero les decía a todos que había traído muchos y que se les habían terminado rápidamente. La gente acudía curiosa, y para aquellos curiosos, Liz les tenía un pastel muy especial, y con un poco de veneno, los turistas no regresarían a sus hogares. Pero de algo sí se aseguraba: todo el que lo probaba le confirmaba que su pastel era el mejor.

Luego de muchos hoyos cavados durante la madrugada, pronto comenzó a tener mejores frutas en su jardín y todos acudían encantados. A Liz sólo le bastaron unas 5 personas, suficientes para “abonar” su tierra. Las distribuyó mejor esta vez, asegurando que cada árbol tuviera su parte, separando brazos, piernas, y cabeza, puso lo suficiente cerca de cada raíz para garantizar su cosecha. Y sus frutas seguían creciendo llenas de vida, aunque venían de la muerte.

Liz tenía suficiente dinero reunido para mudarse de allí y vivir mejor. Pero los frutos nunca dejaban de brotar, y ella siempre quería más. Era feliz horneando, disfrutando de halagos y de sus sorprendidos vecinos, que le alababan las manos y su talento. No pasó mucho tiempo para que fuera subiendo poco a poco el precio de sus pasteles. No era la más astuta en negocios, pero sus pasteles eran los mejores y podía permitirse la popularidad. Apenas estaba comenzando. Se preguntó cómo no se le había ocurrido antes.

Llena de avaricia y ego, fue hasta donde había enterrado a su madre para mostrarle su fortuna. Habían pasado escasos 5 meses y ya amasaba una buena suma de dinero. La mayoría lo había guardado en el banco, confiando en los intereses de los que el amable trabajador del banco le había comentado, así que iba religiosamente cada semana a depositar el fruto de su trabajo.

Arrodillada al lado del cerezo, empezó a hablarle en susurros a su madre, mostrándole sus nuevas joyas, y describiendo sus futuras adquisiciones, lo que pensaba hacer para volver a subir el precio a sus vecinos, y cómo atraer más gente por si el “abono” dejaba de funcionar. Hablaba con fervor, como quien le susurra sus más secretas pasiones a un amante prohibido. Estaba totalmente fuera de control y los delirios de avaricia, poder y dinero comenzaron a obsesionarla.

Había hecho de esa primera tumba un confesionario. Iba en las noches a hablar con su madre, le comentaba sus planes y se respondía sola. Un gusano, transparente y largo como su dedo, empezó a salir de la tierra, se le veía grotesco y repugnante. Liz lo miró, y se le acercó para verlo mejor. Era casi rosado, grande y asqueroso, un gusano de ese aspecto no parecía natural, así que se acercó más, y le vio unos pequeños aros oscuros alrededor del cuerpo, e inclinó la cabeza para asegurarse. Un dolor le penetró el ojo como una aguja y se llevó la mano a la cara tan rápido que casi fue una cachetada. Lo sentía viajar al cerebro, a la nuca, a todo su ser. Como si su nervio fuese un largo y delgado hilo, un mechero quemándose poco a poco. Era insoportable, se dejó caer en la tierra mientras se palmaba en la frente tratando de apaciguar el dolor. Parecía crecer y agrandarse cada vez con más fuerza. Agarró un puñado de tierra, que estrujó con fuerza para ayudarse a esperar a que el dolor amainara. Pero Liz no veía que salían más y más gusanos de la tierra, allí donde ahora estaba su mano, y más gusanos hambrientos, salían deseosos de comida fresca, de carne nueva, de Liz.

Los gusanos salieron a tropel, metiéndosele debajo de las uñas, en la ropa, en la piel. Jamás pensó que un simple animal fuese capaz de hacerle tal daño, y entonces sus oídos fueron como una Edén para ellos, los sentía entrar, disfrutar, carcomer. Su cabeza iba a estallar de la presión, el dolor era inimaginable y su conciencia sólo quería morir lo más rápido posible. Cuando se echó boca abajo y empezó a faltarle el aliento, supo que no pasaría lo suficientemente rápido, se ahogaba, no notaba que había pasado el último minuto gritando, sollozando, y los nuevos huéspedes encontraron en su llanto una nueva entrada a su vida. Se tragó algunos, y aspiró otros mientras se retorcía de agonía y repulsión. Era increíble que nadie pasara por allí para ayudarle, para socorrerla.

Ya no era Liz, era un nuevo parque de diversiones para los gusanos, que perforaban con asombrosa rapidez la piel suave y nívea de Liz. Poco a poco la fueron atrayendo más y más a la tierra, con ellos, a las raíces del cerezo, de vuelta con su madre.
En la superficie, se escuchó un último grito gutural, de desesperación, de impotencia. La húmeda tierra se la tragó por completo, los gusanos reclamaban al fin lo que siempre había sido de ellos, y ahora habían triunfado.

La noche era despejada y fresca, y todos sus amables vecinos descansaban en sus casas, ignorantes de lo que sucedía a aquella chica de los fabulosos pasteles. Nadie oyó nunca ningún grito de ayuda. Era una noche como cualquier otra.

Cerca del tronco, había quedado una bella gema rubí, varios collares y prendas de oro. Las antiguas joyas de Liz parecían una ofrenda al árbol, pero ya no valían nada. El horno había quedado encendido con lo que habría sido el último pastel de la jornada, pero ahora incineraba todo lo que estaba en su interior. El pastel de manzanas con duraznos despedía un olor acre y varios hilillos de humo salían por los bordes de la puerta. Pequeños gusanos salían de los goznes, de las gavetas, de la alacena. Huían, escapaban, sobrevivían.

Liz, mientras tanto, se descomponía junto a su madre.

-Al fin has llegado, hija mía.

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