A nuestra casa llegó a vivir un paisa de Antioquia. Un hombre muy blanco de bigote espeso y oscuro, de maneras prudentes y pulcritud femenina, se llamaba Noé. William se relacionó rápidamente con él, y atraído por la curiosidad también yo. Ahí fue cuando dejó de agradar a nuestros padres porque la generosidad de Noé nos hacía llegar borrachos todos los sábados en la noche.
Algunas tardes le pagaba a los niños que vivían a orillas de la playa para que reunieran cras pras y nos íbamos de pesca, con metros y metros de nylon enredado en algún palo y un nudo de anzuelos que comprábamos en la ferretería. Caminábamos sobre la arena con botellas de charuco y pasa bocas, hasta encontrar alguna de las muchas lagunas que permanecían durante la marea baja.
Pescar era bastante fácil ahí, lo complicado era el tipo de pescado que extraíamos, pues nueve de cada diez era un tamborero o pez globo, de esos a los que se acarician en la panza y se inflan. Cansados de atrapar el mismo pez hasta proporciones ridículas, le pedimos a un nativo de la isla que lo preparara, es decir, que extrajera los filetes sin tocar los sesos. El tipo de nombre Nicanor decía que éramos muy brutos, que ese pez era un carroñero de las aguas y la sangre era tan tóxica como una cicuta. Pero no estábamos dispuestos a tirar las tardes de pesca así no más, y era cuando nos decidíamos a fritar los filetes de tamborero con plátano y huevos, que nos acomodábamos en el ante-jardín, cuando el resto de la isla se echaba a dormir, los pescadores zarpaban a alta mar y la tunda cantaba a los hombres.
Era fácil apreciar a Noé, constantemente simpático y gracioso, y tenía claro el momento en que debía contar alguna historia, algo que envidiaba bastante. Una de esas noches supe que su adolescencia fue menos sosegada. Noé fue uno de los muchos jóvenes que nació y creció alrededor de la comuna trece, en las laderas de Medellín. Que encontró en la muerte un camino para vivir la vida, fue víctima y disparó muchas veces. En algún momento su mirada se tornó lúgubre y dijo que estaba convencido de que moriría pronto, pero que no le preocupaba más de lo necesario porque a viejo no llegaba jamás.
Una noche después de visitar un burdel llamado Las marineras, dormimos en una misma habitación. Aquella vez descubrí lo largas que podrían ser las horas, y la tortura de la memoria cuando se pone la cabeza sobre la almohada. Antes de dormir acomodó un revolver sobre la mesita de noche y no se despidió de nadie. Comprendí con mis años que las personas eran varias al mismo tiempo, y que era imposible conocer a alguien como creía conocerme. Calculo que una década después de esa noche, durante una visita a la madre, Noé fue decapitado, ahí donde nació y creció. No bastó que el tiempo le llenara el rostro de tanta nobleza.
Hay cosas que llegan a uno de maneras insospechadas. Hasta ese momento creí saber sobre la violencia que nos acosaba en tantos sentidos. Entendí que todo era parte de una misma naturaleza, que la ciudad de donde provenía era un sitio tan hostil como solían repetirlo todos, pero entonces, pese a los inconvenientes y la serie de personas que tuve cerca, era incapaz verlo. Después de conocer a Noé, comprendí que cualquier persona podía ser parte de eso que les pasaba a los otros. Dos bandidos intentaron colarse por la terraza y robar el motor para cortar madera. Al parecer no alcanzaron a zafarlo de la mesa y escaparon. Noé subió varias noches a la terraza, con el arma empuñada y un paquete de cigarrillos.
La idea de que alguien que conocía pudiera quitar la vida a una persona me pareció perturbadora y comencé a alejarme de él. Fue uno de esos modelos que se tienen durante la adolescencia y uno desea imitar. Recuerdo que me propuse soltar frases certeras como las suyas, beber como lo hacía él y fumar del mismo modo. Mamá dijo una vez que William y yo hablábamos mucho de Noé, y era cierto. Pero luego estaba vigilando la terraza con un revolver dispuesto a disparar y escogí hacerlo de lado. Lo que no pude hacer de lado fue la realidad.
Por esos días comprendí que el motivo por el cual mis padres y Alberto y la tía Doris decían cosas sin hacer mucho ruido, como susurrando, era por la violencia, la misma que yo creía fuera de mi entorno. Supe que muchos de nuestros vecinos, y clientes eran guerrilleros o paramilitares, que Tumaco, teniendo en cuenta el número de homicidios por habitantes, era donde más muertes violentas se propiciaban. Del campo llegaban seguido camiones con algunos cuerpos a veces de unos y luego de otros, pero en muchas de las ocasiones los cuerpos llegaban mezclados, y uno podía acercarse y distinguirlos por el logotipo y hasta contarlos.
En la escuela, durante las clases de matemáticas, un profesor al que apodábamos Care perro, se encontraba exaltado. Gritaba que el presidente Uribe era un hijo de puta y al percatarse de que lo oíamos, se dirigió a nosotros y decía a través de los ventanales que debíamos abrir los ojos, «ustedes ya están grandes, no se dejen creer la mierda de los noticieros, el presidente es un lacayo de los gringos y además un paramilitar, miren no más como tiene este pueblo, no se dejen creer muchachos, ustedes ya están grandes».
Al principio nos burlamos y decíamos entre nosotros que el pobre había enloquecido y estaba así de mal porque había nacido muy feo. Adolfo que por esos días era pro militarista tampoco estuvo de acuerdo con él. Aunque poco después, durante una marcha que organizaron las escuelas para oponerse a los recortes salariales que proponía el presidente, vimos como la policía lo emprendió a bolillazos porque detuvo la marcha para gritarles: «ustedes son la cara más vergonzosa del pueblo, lacayos para militaristas»; y aunque la mayoría de los maestros estaban de acuerdo con sus palabras, solo uno de cabello largo, tolimense, se abalanzó para defenderlo. El profe greñudo, Dormán, nos dijo un tiempo después, «si se los dejo allá, seguro lo matan» y era probable porque a los quince días sufrió dos atentados y tuvo que marcharse, los paramilitares se habían ensañado con él.
Cualquier persona podría formar parte de una organización militar, y eso lo fui entendiendo por aquellos días. El marido de una amiga de la familia, un indio bajo y agradable que consentía a su hija en todo momento, que ayudó con los preparativos de un paseo a Boca Grande, resultó asesinado. A todos nos sorprendió que un hombre de aspecto tan tranquilo e imperturbable, se haya echado un problema lo suficientemente grande como para hacer que lo mataran. El asunto es que era paramilitar. Tuvo problemas con el superior y lo asesinó, intentó auto proclamarse comandante y el centenar de compañeros que deseaban el mismo rango decidieron que sería prudente correrlo de en medio.
Tanto Noé, como el Care perro y el marido de la amiga de la familia, son el arquetipo y la historia de muchos colombianos. El principio y la culminación de estas narraciones sucedieron o lo harán alguna vez, fragmentados -eso sí- por los hilos irregulares de la vida cotidiana.