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Política y desidia colombiana

Róbinson A. Bejarano Róbinson A. Bejarano Seguir Aug 02, 2019 · 5 mins lectura
Política y desidia colombiana
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Una tarde me encontré con mis amigos. Hacía frío y no llevaba algún abrigo. Últimamente eran distantes conmigo y ya podía intuir el malestar que les producía mi enfermedad. No paraba de ver demonios en los políticos, no podía si no trastornarme al evocar una imagen de resurrección y esperanza. ¿Mi diagnóstico? Reservado.

Los rostros presidenciales de los sectores opositores se manchan de sangre, presuntamente un águila negra corroe hasta la más profunda convicción de Revolución por los corazones abatidos y los estómagos sin pan. De ahí que la política colombiana sea un gran volcán activo, una amenaza permanente que muy a menudo hace erupción generando una catástrofe trágica, pueblos incendiados, madres cuyos hijos han resultado ceniza, ceniza y lava destructora, he ahí la mejor manera de explicar el emblema oculto que agita a las masas en una incorregible elección por los verdugos. Suena la sirena de la Ley, los ministerios de gobierno agitan el intestino y las cárceles son tumbas prematuras para alimentar la libertad de horrorizar.

En Colombia el dolor ha llegado por añadidura, para Cioran, “el límite de cualquier dolor es un dolor aún mayor”, y por supuesto que tras cada nueva desesperación rápidamente encontramos una forma más desquiciada de languidecer. Cuando florecen en los campos y en las ciudades nuevas ideas y esperanzas que apuntan a la transformación de la vida nacional, se construyen más lapidas funerarias, el espíritu contestatario se disipa ante las aves carroñeras y los poetas suspiran acongojados en la putrefacción de su olvido.

Nuestros héroes nacionales son risibles, cómplices de la ambición de poder, sucesores de el Dios de Job, quien se vanagloria de ser el tirano cósmico, el dictador y expropiador de tierras y riquezas. ¡Una bala a la patria del corazón de Jesús! Y al Divino niño, plegarias y ofrendas de Julio Garavito.

Exorcismos en el jardín del tirano, sepelios pagados a curas y sacristanes, solo bofetadas y burlas para quien anhela vivir. Quienes han hecho la guerra desde el Estado y se han lucrado con la decapitación y la tortura son nuestros próceres del miedo y la miseria. ¿Para qué ovacionarlos en las plazas públicas? Hubo un tiempo en el que las armas sublevaron al campesino, al estudiante, al trabajador y vieron que la Revolución era buena.

En el primer día se hizo la luz de su manifiesto rebelde, y vieron que también era bueno porque se esterilizaban sus ilusiones de liberación, al segundo día, las masas cantaban consignas contra la oligarquía y veían recepción en el país, pero al tercer día capturaron animales y los convirtieron en artefactos explosivos, al cuarto, se manipulaban gentes con promesas boreales y aires redentores, al quinto, el ímpetu de una vanguardia sacrificada perdía su glorioso destino en los combates indiscriminados.

En el penúltimo día desterró a los hombres por quienes juró luchar, hubo quienes, ante tal situación, concibieron el exilio como una tragedia que no quisiera vivir, y en la muerte encontraron la libertad que tanto se les había prometido en vida. Al domingo la Revolución fracasó con la muerte del Cura guerrillero Camilo Torres Restrepo, dejando finalmente el paso volatín e infame de revolucionarios a traficantes de cocaína y exterminador de animales, contaminadores de ríos, fieles deudores de la ira enferma del tirano cósmico.

¿En qué o en quién encontrará tranquilidad nuestro pueblo colombiano? ¿Qué nuevo ídolo guiará nuestro trasegar caótico? ¿Dios? ¿La Música? ¿La cocaína? ¿Álvaro Uribe Vélez, Gustavo Petro? ¿La selección? ¿El cartel de Sinaloa? O tal vez ¿El fantasma de Jaime Garzón y el Che Guevara, de Lenin o Stalin?

Amigos míos, el fatalismo no es una moda, y la desidia que recae sobre centenares de colombianos golpeados por la guerra no es una mentira, desgraciadamente. En este conflicto los falsos profetas y pervertidos se han consagrado y embriagado en lujosas mansiones, mientras desconsoladas mujeres clamaban por sus hijos desaparecidos por el ejército nacional. Nuestra decadencia es obvia, pero no eterna.
Evitar más de lo mismo es lo necesario, negarse a la satisfacción carroñera del águila negra, de la falsa promesa de la paloma de la paz. Evitar el olvido y cultivar la memoria. Es tiempo de honrar el desvanecimiento y los suspiros de quienes duermen con la angustia de que puedan ser ejecutados, y amanecen con la tristeza de la realidad, o con la valentía de sobrevivir.

Por Nuestra parte, no sé qué pensar, nos entretenemos haciendo poemas al atardecer mientras otros hacen torres de babel a punta de reglas de implicación y equivalencia, los investigaciones juzgadas categoría A o B por ese Tribunal del Santo Oficio que es COLCIENCIAS, el mismo que vendió patentes a multinacionales para mejorar la extracción de hidrocarburos, puesto que, el alma mater, esa ágora de los saberes adonde deberían abrevar todas las almas sedientas de conocimiento, ese recinto donde los hombres se hacen libres para salir a la calle a incendiar los templos de la opresión, se ha convertido en una fábrica de ideas empaquetadas en normas APA.

Nuestras universidades se han tornado claustrofóbicos panópticos a dónde venimos a martillear nuestros cerebros adictos al café y al cigarrillo, la Crítica de la Razón Pura ya no sirve ni para trancar las puertas o prender un asado. Nuestros problemas nos dejan intactos. Por mi parte, hoy mismo no me es lícito embanderarme ni comprometerme, el hombre no me convence. Quiero manifestar mi incredulidad por los asuntos humanos, pues la confusión de nuestro tiempo no es más que un momento en la caída en el tiempo, donde las ideologías políticas vendan a la razón y se siguen reproduciendo nuevas pandemias, aunque se me pueda acusar de evasor.

Mi camino es más modesto, las inquietudes diarias me hacen pensar que, la seducción a la que cedemos por las palabras de un político, un ideólogo, o un victimario, no hace creer en una rápida victoria. Para que arrojar mi pesimismo a los sueños de un pueblo que navega sobre el océano de una Revolución ahogada. Una vez que terminé de hablar, me atribuyeron la enfermedad de dramático histórico. ¡Llamen a Marx! Estoy en su manicomio dialéctico. La suerte me ha traído a Colombia. El destino me ha mostrado su muerte. Dos cosas hasta ahora, completamente emparentadas.

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Róbinson A. Bejarano
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