Me levanto cada mañana pensando, en cuantas aventuras recorreré, en cuantos ojos miraré, a cuantas manos rozaré y con cuantas personas hablaré. Me levanto pensando en cuan grandioso será tomar el transporte público e ir a trabajar, para que de una u otra forma, aporte mi grano de arena a la sociedad. Me levanto con la expectativa de liberar al mundo del desasosiego de la realidad absorbente y sobria que aqueja el día a día. Me levanto con las ganas de tener una energía desbordante que pueda contagiar a cada persona, como una enfermedad, con la satisfacción que sea aquel contagio el más buscado para poder vivir aquello que se llama vida.
Tomo mis llaves, salgo de mi casa y al cerrar, me doy cuenta que aquellas ilusiones que me propuse al despertar, se disipan en la niebla de la helada mañana, pues las horas pasan y no consigo tener una sonrisa de vuelta, un saludo caluroso, una compañía casual o forastera que me permita hablar del frío clima. Siguiendo mi camino, llego a mi oficina, uno de los periódicos más importantes de Nueva York, evitando que mi optimismo se vea afectado para poder dedicarme como siempre a escribir una nueva columna. – ¡Gabriella, ven ahora mismo a mi oficina! – grita mi jefe eufórica con una carta en la mano. –Siéntate y lee esto – me ordenó. Y sintiendo su mirada penetrante y solitaria, leí aquel papel. Otro más, otro que decía que estábamos perdiendo la batalla ante el periódico de la competencia. Otra carta en la que afirmaban que debíamos hablar de todo lo que las grandes masas quieren escuchar. Otra carta más en la que siguen las amenazas de cerrar nuestro periódico, porque sencillamente no somos un periódico de caridad, somos un periódico en el que nos preocupamos por mostrar historias reales de personas reales, nos encargamos de publicar sueños, alimentar ilusiones, destapar injusticias, criticar la falsa política, denunciar la corrupción; en fin, somos aquellos que hablan de lo que los poderosos quieren evitar que la gente sepa.
Le reafirmé a mi jefe la razón por la cual habíamos rediseñado nuestro periódico, recordándole nuestra premisa: El periódico de la gente para la gente. A lo que mi jefe respondió: -Entiendo, Gabriella. Entiendo que sigues con el mismo entusiasmo de aquel día que publicamos aquella historia de las mujeres al borde de un ataque de nervios por sus jefes machistas. Entiendo que sigues teniendo la misma habilidad para usar las palabras como nuestra mejor arma para asustar a los poderosos; pero lastimosamente, somos menos contra el poder y no voy a permitir que nadie salga perjudicado.- En ese momento mi jefe cambió su expresión, tornándose fría e imponente y agudizó sus palabras diciendo: - Haces lo que debemos hacer o te vas.- En aquel momento, sentí que debía hacerlo; nunca antes había estado tan convencida de hacerlo como aquel instante; en el que simplemente sonreí a mi jefe, me levanté y me dispuse a tomar unas cajas para empacar mis pertenencias y por fin ser libre, por fin tomar las riendas de mis palabras y la propiedad de mis investigaciones.
Saliendo del edificio, la fría ciudad seguía con su niebla característica, pero la calidez de mi tranquilidad permitió la claridad de mis ideas, por lo cual alumbró un rayo de sol que me dijo que era momento de tomar mis riendas y nunca adormecer mis sueños. Aquel rayo me afirmó que mis palabras eran la mejor arma y es allí en donde nació mi pequeño retoño, aquel Gabriella Times, que al cabo de los años se convirtió en un acogido periódico de alta demanda, a los que los poderosos le temían y los desamparados les brindaba esperanza. Pues si hubiera dejado mis sueños y mi talento por aquellos poderosos, no habría logrado el éxito que hoy me rodea, pues ya sé que nunca perdí la fe en mi misma y en que las palabras son la mejor arma de cualquier alma aprisionada.