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El arte de amar

Adlly J. González Ortiz Adlly J. González Ortiz Seguir Aug 27, 2019 · 4 mins lectura
El arte de amar
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Mateo observaba a la Maga atentamente. Bajo otras circunstancias (si no fuese feriado y miércoles, si no estuviese lloviendo a cántaros, si él hubiese encontrado las pastillas para la migraña) todo podría haber sido diferente. Pero lo cierto es que era feriado, estaba lloviendo y Mateo tenía un dolor de cabeza de puta madre.

Magaly estaba enrollada en la butaca beige de la sala. Era tan pequeña y tan flaca que parecía una lonja de jamón en medio de un gran pan. Eso pensaba Mateo. Quizás porque tenía hambre.

Maga, ¿qué vamos a cenar?

Ella seguía leyendo.

Magaly, voy a preparar unos sandwiches. ¿Quieres?

Envuelta en su pashmina, Magaly leía a Fromm, indiferente a todas las necesidades fisiológicas de su esposo. Fruncido el ceño, ajustaba sus lentes sobre su nariz aguileña, parecía muy concentrada y -lápiz en mano- releía cada oración buscando algo que subrayar. Señalaba cada palabra con la punta de grafito, una por una, a la medida que leía, como si no quisiera que ningún verbo se le escapara. Mateo detestaba que hiciera eso. Era peor aún en los día como hoy, cuando balbuceaba y asentía mientras leía. Ese susurro -casi inaudible- le resultaba excesivamente irritante. Cada ese era una aguja en su sien.

Mhmmm (…) Conocer a la otra persona y a mi mismo (…) para poder ver su realidad (…) Mhmmm (…) dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. (…) Mhmmm.

¿Cuál era la realidad de la Maga? Ella suspiraba, parpadeaba y subrayaba con resolución el párrafo entero. Luego mordía la borra del lápiz.

¿Cuál era la realidad de Mateo? “Ese es mi libro. Mi libro”, pensaba.

Un Mi sostenido. La sala se abrió como un acordeón. De un lado, los labios de Mateo; del otro, las orejas de la Maga. La realidad se construía de eso: de segundos, de lugares, de palabras que se ensanchaban como acordeones hasta romperse. Un silencio estridente.

Embrujada o hipnotizada, Magaly permanecía con el libro entre las manos pero ya no estaba leyendo.

Sintió los pasos de Mateo acercándose al sofá. Él se arrodilló ante ella y le preguntó:

Maga, ¿me harías el honor de divorciarte de mí?

Meses después Mateo estaba en Chile. Había decidido separarse también de la ciudad, del país entero, porque a cada rato un taconeo le agujereaba el cuerpo: Magaly habitaba cada rincón. Su recuerdo era un dolorcito incómodo, agudo y perenne, agravado por los pocos momentos de felicidad: los días soleados, el chocolate. “Un dolor como de caries pero en el cerebro”, decía. Por eso se fué.

Resultó que por allá tampoco le encuentran mucha utilidad a los jóvenes filósofos. Después de veinte y tantas entrevistas de trabajo Mateo terminó frente al espejo ajustándose una peluca de payaso y retocándose el maquillaje para salir a animar una fiesta infantil.

De pronto el espejo comenzó a sacudirse con violencia. Las lámparas se mecieron, los libros saltaron de la estantería. Fromm cayó de frente sobre la mesa de centro y tembló de susto un largo rato mientras el edificio entero crujía como una galleta de soda al desmigajarse. Mateo pensó dos cosas: que tenía hambre, que no quería morir solo. “No vas a morir, gafo”, le decía el señor del espejo. “Cálmate. Compraremos pizza.”

El edificio -pequeño y antiguo- siguió sacudiéndose como un anciano sufriendo un ataque de epilepsia. Un olor extraño y una polvareda leve se desprendían de las columnas, de las ventanas y esquinas, como si el concreto, el yeso, y los ladrillos habían estornudado al unísono, exhalando un aliento a moho y a todas esas cosas asquerosas que el tiempo y el descuido depositan dentro de los hogares.

Se detuvo. ¿Siete punto algo? Los temblores son tan frecuentes por allá, pero Mateo le costaba acostumbrarse. Entonces un pedazo de friso de desprendió del techo, golpeando a Mateo en el rostro. Su nariz de payaso cayó al piso con un rebote esponjoso, saltó un poco más, rodó y finalmente se escondió detrás de la poceta.

“¿Payasito saltador, de donde saliste tu? ¿Pa donde te fuiste tu? ¿Por qué coño viniste tu?”, entonaba mientras se agachaba para recoger la nariz.

Al encontrarla, volvió al espejo. Pero al mirar su nariz de garfio real (así descubierta, descarada y desnuda) supo que habían fealdades y tristezas que nada ni nadie podían disimular.

Sonó el teléfono.

¿Magaly? Sí, estoy bien. (…) ¿Cómo supiste? (…) Sí, estoy por acá. (…) Ah, ¿qué tal? (…) Sí, en abril estaré en Caracas.

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