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El Fantasma

Renso Ramiro Cuenca Renso Ramiro Cuenca Seguir Sep 07, 2019 · 5 mins lectura
El Fantasma
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Un hospital psiquiátrico es un establecimiento de salud mental, dedicado al diagnóstico y tratamiento de enfermedades psiquiátricas. Es también un lecho de muerte por el que correrá mi sangre desde las venas hasta la puerta. No hay a quién escribir. He optado por comenzar así, aquí mismo, en ésta página y a ésta hora, un ejercicio terrible: el de recordar las características de un fantasma.

A la hija de puta de la humedad sólo le faltó escabullirse entre los átomos. La noche caía en llovizna y nubes rojas que escondían relámpagos, una fiesta de obturaciones siniestras de algún fotógrafo omnipresente, preparando el escenario para la tragedia que las horas traerían: la fecundación de un fantasma. Reponer mercadería todo el día en un supermercado chino, pasar el plumero a botellas de vino, acompañar señoras llevando sus compras, caminar bajo el agua con un cajón de cervezas en un changuito. Cosas simples, sencillas y agotadoras. Como era la noche de un lunes cualquiera, a pesar de las anunciaciones del día, a esa hora en la ciudad de La Plata y con los pies mojados, sin una sonrisa a mano - aunque fuere estúpida- decidí organizar la resignación; sabotear el destino con algún gesto distinto en mi andar.

Vi un cartel con un veinticinco y una pizza y procedí. Hallé un descuento del veinticinco porciento sobre tres pizzas, de martes a jueves. El cartel era un anzuelo. -Cincuenta pesos, dijo una fulana mientras se enredaba en el hilo de envolver la caja. Y como antes de entrar a la pizzería había intentado comprar en un quiosco cigarros y otras cosas que tampoco habían, y me había conformado con esa pobre sonrisa burlona de la mujer bonita que me atendió, no me sorprendí. Ese día era así. Comprobé el frío metálico de la parada de colectivos. Comencé a abrir la caja por una esquina con cierta urgencia. Mientras metía la mano preguntaba a una pasajera vecina cual era mi línea. Y al oír «la línea 214, joven» comprobé también que la pizza no tenía queso. Y ya en el colectivo y media hora más tarde también comprobé que a veces las mentiras surgen cuando ni siquiera son necesarias, y que en ese punto, en ese extremo de la ciudad y a esa hora, la mejor opción era tomar un taxi. Cincuenta pesos más. Bajé a cuatro cuadras de la dirección por error. Principiante me perdí en diagonales imposibles.

Me negué a convidar un cigarrillo por bronca. Me siguió un cúmulo de insultos. Unos travestis me pidieron fuego. Esperé quince minutos a que hallaran el porro y me lo devolvieran. Veintitrés y treinta de la noche, avenida uno, La Plata, caja en brazos. Charlo con dos travestis. A la policía le basta. Creo que cuando me apoyé en la pared con las palmas de las manos descansé. Desde ese instante algo se quiebra en mi cabeza. El policía ya no es un policía, sino yo mismo, apuntándome con una mano entre mis ropas. Una mano entre mis ropas. Y viejas jaulas retorcidas en el suelo están rotas y abiertas. Un sol apagado por sus lágrimas me observa desde las sábanas celestes de su lecho. Una mujer ciega me toma del cuello y me quiere robar los ojos. Logro escapar, me lleno de palabras que no dicen nada. Y entonces estoy de nuevo en el mismo lugar que antes, ese antes real de la pesadilla, del que todavía llevo cicatrices. Estoy frente a las jaulas. Las bestias han sido liberadas, la putrefacción satura el ambiente.

Siento hambre, frío. Me abrigo con un sucio gorro, me envuelvo en tela blanca salpicada con sangre. Agentes corren hacia mí y jamás llegan.
Ahora la habitación es una fiesta siniestra, con guirnaldas, globos y agua del sol llegándome hasta el pecho. Intento escapar y se dibujan cadenas en mis piernas, en mis manos; resulta imposible moverse.

Una de las bestias ingresa aleteando velozmente y ese instante dura un para siempre, me observa con sus ojos negros y amarillentos. Cae dinero de sus alas. Llega hasta mí y escarba en mi cabeza hasta que se mete adentro y se mea.

Y la habitación ya no es habitación, es una pradera pintada en la pared. No puedo penetrar en ella y ya no veo a las bestias, ni al agua que me ahoga. Persiste el hambre y llueven pequeñas migas de pan desde el techo; las goteras de lluvia se ocupan de mi sed. Ya no veo sangre y el sol me sonríe travieso.

Alguien ingresa en la habitación. Y otra vez las palabras sin sentido, mezcladas y con forma, me ahorcan. Y otra vez la sangre, las jaulas, la lejanía, el dolor, la putrefacción; otra vez la claridad, la verdad. Y como somos dos, rompemos nuestras cadenas, nadamos hasta la ventana, hasta la libertad.

Y otras vez las palabras que no dicen nada.

Y ya no viene una bestia sino dos, y escarban en nosotros, hasta que volvemos a ser ciegos.

Creemos que sonreímos.

Y de pronto vemos a alguien más materializándose entre la niebla. Un fantasma quizás. Nos escribe poemas, nos dibuja, nos pinta, nos habla. Nos grita que somos él. Ingresa en la habitación. Una multitud le sigue detrás y todos dicen al mismo tiempo:

“Un fantasma es un espejo en el que sólo se reflejan las heridas. Una vez allí comienzan a transformarse en ojos. Y cuando los párpados se abren se enamoran de todo. Desapareceré por siglos y en el momento menos pensado mi burla maldita, mi risa infinita y sin sonido; mi verborragia humillante. Eso soy: el reflejo de un hombre muriendo en un frío piso en algún lugar del espacio infinito. Y eso es todo.”

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Renso Ramiro Cuenca
Escrito por Renso Ramiro Cuenca Seguir