Mucho se habla de crecimiento. De desarrollo económico, de consumo y de producción. Chile no se queda atrás. El jaguar de Latinoamérica, el oasis de un continente empobrecido, parece ser uno de los países que mejor entiende este concepto. Bajo un sistema económico neoliberal se ha convertido en un país líder en ingresos económicos, y también líder en desigualdad.
El estallido llegó, consecuentemente, de la mano de un descontento social generalizado, y se tradujo en marchas, muertes y miedo. Un miedo quizás más generalizado que el descontento ¿Miedo a qué? A perder un ojo mientras se transita por la calle, a tener que reparar las ventanas de un local saqueado, a quedar atrapado entre barricadas y lacrimógenas. Pero también al desabastecimiento, a dejar de crecer, a volver a ser el país pobre que alguna vez fuimos.
Y es que Chile prefiere ser ese que tiene ropa nueva pero no ha podido ir al médico, ese que se endeuda con un Smart TV a 12 cuotas pero no puede pagar una colegiatura, el que se compra un auto nuevo aunque no pueda pagar el combustible.
La costumbre del consumo está arraigada, y seguimos consumiendo y esperando que el estado cubra el resto. Pero cómo no, si Chile es un país con dinero. El estado no garantiza, sin embargo, ningún derecho básico. Ni la salud, ni la educación, ni siquiera la jubilación, aun contando con un sistema de pensiones altamente lucrativo. El estado del Chile prefiere seguir aparentando riqueza, seguir creciendo, mientras la gente muere en las salas de espera de los hospitales con un celular nuevo, aún impago, en sus manos. La pregunta es cómo nos atrevemos a seguir aspirando al crecimiento.
A Chile debería darle vergüenza seguir formando tratados o creando zonas de sacrificio para vender a empresas internacionales. Chile debería dejar de crecer y empezar a repartir, y quizás, ahí recién, podríamos cambiar la vergüenza por orgullo, y el miedo por la paz de vivir en un oasis y no en un espejismo.
Charles Bukowski me ha presentado a un gran escritor.