La generación que creció o nació en los noventa ha sido la más desafortunada dentro del territorio venezolano, que a diferencia de los países europeos o asiáticos, no habíamos enfrentado una situación parecida en nuestra historia actual. Sin embargo, ahora enfrentamos sólo dos opciones de como “vivir nuestra vida”, y son emigrar, o quedarse a resistir.
Muchos dirán que esta es una decisión que toman todos los venezolanos, y están en lo cierto. La diferencia está en que tienes 18 años y no has vivido nada, jamás has salido del país. De repente tienes dos trabajos, estás en Perú y es tu deber enviarle dinero a tu familia para que no pasen hambre, para luego llevarlos contigo uno a uno (si puedes).
O debes quedarte en el país (porque no tienes la disposición económica de emigrar) y tener la vida de un estudiante, que para los que ya saben, consiste más en protestar y huir de la Guardia Nacional para evitar ser torturado o asesinado que en estudiar en sí.
En los dos lados estamos agotando nuestra vida con frustraciones, ansiedad, tristeza y, por muy sorprendente que parezca, esperanza. Todos nos vamos a dormir pensando en el día que el Gobierno caiga y así puedan volver a ver a nuestras familias y amigos.
Esta generación no ha conocido otra cara de la política o de un país. Y durante las protestas, muchos han estado al borde de la muerte o de una detención con el cargo de “terrorismo” o “incitación a la violencia”.
Sólo hemos visto todo desaparecer lentamente y vivimos a través de los recuerdos de nuestros padres. Esa es la única verdad.
Religiosidad y Espiritualidad: dos discursos, un sentido